Portrait photography

¿Disculpa, puedo hacerte un retrato?: Fotografiando por la calle

“Hoy es el día, tengo que conseguirlo”, pensé antes de salir de la puerta de mi casa con la cámara colgada al hombro y el objetivo de finalmente abordar a todas esas personas que veo por la calle y que muero por fotografiar. Cuarenta y cinco minutos más tarde, la vida me encontró volviendo a mi casa con la cámara absolutamente vacía. Ni un solo disparo. “Esto podría pasarle a cualquiera”, pensé, pero lo que me hacía sentir único en este universo era que esta era la tercera vez en una semana que me pasaba. “¿Cómo lo hacen? ¿Por qué a mí me cuesta tanto?”, pensaba mientras entraba al salón de mi casa donde mi mujer me esperaba. Al verme, me preguntó: “¿Y? ¿Cómo fue?”. No recuerdo qué le contesté, pero debió haber sido algo muy similar al ladrido ahogado de un perro viejo y amargado.

Esta es mi historia, y si en algo se parece a la tuya, quiero que sepas que no estás solo y que es más normal de lo que piensas. No caigas en la trampa de las redes sociales donde todo aparenta ser fácil. No lo es, abordar a un completo extraño por la calle para pedirle un retrato puede parecer una historia de terror. La buena noticia es que lo peor que puede pasar es que, con una sonrisa y amablemente, te digan que no, que tienen prisa o que simplemente no les gusta la idea. Esto no tiene nada que ver contigo y, en mi experiencia, este caso suele ser el menos frecuente. Por lo general, a la mayoría de las personas, si te acercas con una sonrisa y buenas intenciones, les divierte la idea de posar para ti, o al menos intentarlo.

¿Qué es lo que tanto nos atrae de las personas? ¿Qué es lo que tienen algunos individuos que al verlos nos urge la necesidad de fotografiarlos? En mi caso, es como si fuese un mandato interno, una fuerza indescriptible que llevo dentro. Lo único que sé es que si no lo intento, luego me arrepentiré. Durante mis primeros intentos, la victoria no residía en conseguir la foto; el éxito era animarme a enfrentar el momento, aunque finalmente me dijeran que no. Ahora… hablemos de la satisfacción de conseguir esa foto. El placer de darle rienda suelta a esa necesidad innata que llevamos dentro de fotografiar todo aquello que nos llama la atención.

Todavía recuerdo mi primer retrato a un completo extraño en “El Rastro” de Madrid. Vi a una señora sentada con una presencia única, fumando un cigarrillo como solamente podrían hacerlo ella y la reina de Inglaterra, si hubiese fumado. Me enamoré del personaje y aproveché un momento de espasmo mental, donde mis neuronas no conectaron para dar lugar a una de las mil excusas que uno se inventa cuando está frente a la situación de actuar, para acercarme y saludarla. Sin siquiera darme cuenta, ya estaba en una conversación. Hablamos de todo un poco: de qué era lo que estaba haciendo, a qué se dedicaba, qué lindo estaba el clima, cuánta gente había alrededor y… ¿y la foto? No hubo foto, no me animé. Agotada la conversación, me despedí y seguí caminando. “¿Cómo puede ser? ¿Otra vez a casa con la cámara vacía?”. No, de ninguna forma, esta historia no puede terminar así. Frené, respiré, giré 180 grados y, volviendo sobre mis pasos, me acerqué nuevamente y le dije: “Disculpe el atrevimiento, pero soy fotógrafo y me haría muy feliz poder retratarla”. “Pues claro”, me dijo y asumió una pose con la actitud y confianza propias de quien no estaba frente a su primer rodeo. Por supuesto, al ser mi primera experiencia no quise robarle mucho tiempo, algo que luego aprendí que es necesario y que nadie se lo toma a mal. Después de todo, para muchas personas, el acontecimiento se convierte en un juego.

Sentí como si me hubiese sacado de encima una mochila de 80 kilos llena de rocas y botellas de agua. Conecté con una energía renovada y esa misma tarde me encontré en mi casa seleccionando material de entre un sinfín de retratos de distintos personajes.

Desde aquel entonces hasta el día de hoy no puedo decir que voy por la calle abordando a todo aquel que me interesa retratar, pero la dinámica se volvió mucho más sencilla y, sobre todo, siento que la puerta quedó abierta y ahora depende de mí seguir exponiéndome para que no vuelva a cerrarse.

Últimamente me encuentro frente a un nuevo debate interno. Muchas veces me sucede que encuentro un personaje que me atrae, ya sea por su forma de caminar, sus gestos, sus ropas, u objetos personales, alguna característica física que me resulte interesante como puede ser su color de ojos, sus tatuajes o simplemente su peinado. Entonces, reprimiendo a esa voz interna experta en excusarse y escapar de la oportunidad, como ya hice en un sinfín de ocasiones, me presento con una gran sonrisa y pido el retrato. Mágicamente, como en el 89% de las ocasiones, el personaje accede, pero hay algo que se perdió. Una energía propia de la espontaneidad de la primera vez que lo vi ya no está, y créeme que eso se ve en el retrato final. Hay veces que con algunas indicaciones consigo recuperar lo que busco, o al menos alguna parte de ello, pero en otras ocasiones no hay caso y es un retrato que no logré capturar. En esos momentos me planteo la posibilidad de sacar la foto primero y pedir permiso después. Hay algo de invadir el espacio ajeno sin preguntar que no me sienta cómodo. No voy a decir que nunca lo haya hecho porque este espacio se trata de ser sincero, pero no es algo con lo que esté moralmente en paz, y de ahí el debate interno: ¿conseguir LA foto justifica todo? ¿Qué imagen dejo de los fotógrafos en general con esta actitud? Me pasó en una oportunidad de ir a una relojería antigua y pedir hacer algunas fotos, y que el dueño del lugar me diga que no, que están cansados de los fotógrafos que somos unos maleducados. No tengo una respuesta concreta, pero sí creo que son cosas que todos deberíamos plantearnos y no podemos hacernos los distraídos.

Si eres de los valientes que ya andan por las calles cámara en mano, alimentando a esa bestia interna que nos exige fotografiar, no tengo más que decirte que te admiro y que te deseo una buena cacería. Ahora, si formas parte del grupo de los que también son valientes, pero aún no lo saben, te propongo el siguiente ejercicio. Lo llamo el ejercicio de la balanza y lo uso frecuentemente para tomar todo tipo de decisiones en mi día a día. Frente a la situación de abordar a un extraño y pedirle un retrato, pon de un lado de la balanza lo peor que puede pasar, créeme cuando te digo que no irá más allá de un “no” acompañado de una disculpa, una excusa inocente o una sonrisa. Del otro lado de la balanza, ubica la satisfacción que tendrás si logras esa foto que tanto quieres, si logras conquistar esa pequeña parte de tu ser que te está frenando y le dices: “Tú te callas, aquí el jefe soy yo”. No lo dudes un segundo más, es tu momento, sal a la calle y no prives más al mundo de tus retratos. Que la fuerza te acompañe.

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